Camboya se llama, o al menos así le dicen, el bar que frecuentamos en mi pueblo. Años después supe que su nombre en realidad es Los dos robles y que su pseudónimo hace alusión a un país, aunque no sé a ciencia cierta el porqué se adoptó. No me sorprendería que sea por lo conflictivo de ambos sitios.
En diciembre suele haber más movimiento; especialmente el 31, cuando la familia que vive fuera viene de visita. Abren hasta las 11 pm y luego, después de cenar, a la 1 am hasta las 5, al menos que haya trifulca como ocurre el 100% de las veces que he ido desde que tengo uso de razón.
Esa Noche Vieja decidimos hacer algo diferente, exceptuando nuestro paso por Camboya para bailarnos unas canciones típicas de la navidad venezolana antes de cenar con la familia, vamos a la playa luego de dar el Feliz Año. Resulta algo intranscendente si lo vemos así, pero el mayor de nuestro grupo de amigos tiene 17, a eso súmale que compramos, escondidos obviamente, cuatro cajas de cerveza Brahma Light y que ninguno tiene permiso de dormir fuera.
Todo estaba planeado para que una vez recibir el año con la familia saliéramos a saludar a todo el pueblo, como es tradición; una vez llegados a Camboya y los mayores se dejaran llevar por el ambiente festivo nos iríamos a playa Puerto Cruz, la más sola de las tres de Pedro González, mi pueblo. Zaragoza tiene posadas y restaurantes que quizás al vernos alguno de sus clientes pueden llamar a la policía y dañarnos el plan; a Puerto Viejo se tiene que ir en carro, que nadie tiene, o caminando por la orilla desde la primera. La decisión fue prácticamente unánime.
Dispuesto todo según lo acordado, decidimos partir hacia nuestra primera aventura del año. El reloj marcaba las 2 am aproximadamente. Recogemos las cervezas del escondite improvisado: la garita de la entrada de la playa. Las cavas son cajas de cartón con una bolsa de plástico dentro. Se les conoce como »Las bolivarianas», haciendo alusión al gobierno de Chávez y a la mala calidad de todo lo que se bautiza con ese nombre.
Ninguno de los 11 que vamos se salva del fétido olor que emana de la planta de aguas residuales que está en una de las esquinas de la entrada de la playa.
– ¡Fos verga! – Exclama alguien en la oscuridad.
– Camina rápido mijo – Le sugiere otro. Hasta pasado un pequeño puente que está a 100 metros no se dejaba de recibir la peste.
Llegados a la playa casi decidimos quedarnos justo en la entrada porque las cavas se estaban rompiendo por el peso y los que llevan las otras gaveras llenas de cervezas no pueden más.
– ¿Y si nos quedamos aquí? – Propone Jessica, una de las tres chicas que iba.
– Sí claro, para que mi papá nos encuentre aquí y nos joda. – Responde Jhoanny, su hermana mayor.
– Dijimos que iríamos al bajo y pa’ allá es que vamos. – Reprocha El Gato, mientras se sube una caja de cerveza a cada uno de sus hombros y marca el camino por la orilla de la playa.
El bajo es una zona de la playa donde rompen las olas y solemos ir a practicar bodyboard. Está a la derecha de la playa, justo al lado del pequeño malecón de piedras al final de la arena. Al otro extremo de la playa hay una montaña y sobre ella un faro rojo y blanco. Frente a la zona surfera, a unos 10 metros de la orilla, un trío de pequeños guayacanes en forma de arbustos hacen una media luna y evitan que se nos vea nada desde la entrada. Ese es nuestro escondite durante toda la noche. Son casi las 3 am y aún se escucha de fondo algún cohete explotar o bengala surcar el cielo a lo lejos.
– Tengan cuidado con este cuatro que es para tocar las mañanitas apenas salga el sol. – Señala Evans colocando el instrumento a su lado y cubriéndolo con una franela.
– Nosotros a lo mejor nos vamos antes. – Sugiere Tomás señalando a César.
– Pa’ eso no hubieran venido un coño. – Les reclama La Wilsa, uno de mis amigos que no sé por qué le dicen así. Algún día le preguntaré.
Guicho, pirómano por excelencia, enciende la fogata. Por la tarde habíamos dejado toda la leña dispuesta para la misma. Cortamos trozos de yaques viejos que estaban por la parte cerrera de la playa y aprovechamos unas ramas secas de palmeras que habían podado hacía tiempo en el campo de golf aledaño a la playa.
Evans no aguanta y empieza a tocar unos aguinaldos venezolanos con el cuatro. Todos le seguimos. Quién de nosotros no conoce las canciones de Jesús Ávila, Gualberto Ibarreto, Los topotopos, etc. Además, después de unas cervezas aunque no te supieras la letra, tarareabas la melodía. Somos todos amigos y nadie te va a juzgar.
Pasada una hora el primero en »caer» fue mi hermano, Javier. Se queda dormido boca abajo en la arenaron sus manos formando un cuenco. No se nos ocurre una mejor manera de despertarlo que colocando un hielo del tamaño de una pelota de nieve en una de ellas. Pueda que con suerte sumando el frío a las cervezas se levante al menos a orinar. Cosa que no ocurre. Tampoco de hace encima.
Sentados a unos metros están abrazados César y Jessica arropados con una toalla. Ésta murmulla entre los dientes »Saca la mano», pero no hace el mínimo esfuerzo por alejarse. Él se ríe, la mira y ella le devuelve el gesto de picardía. Raulito a lo lejos los mira le repite a en plan de broma a César »Saca la mano que te van a joder marico».
Llegado el momento de meternos a la playa -Gloria bendita vivir en el Caribe y poder nadar en el mar las 24 horas de los 365 días del año- como es de esperarse, hay gente que no pretende mojar sus estrenos, pero Guicho no esta dispuesto a que nadie se vaya seco a su casa y trata, en vano, de meter a la fuerza a los que se niegan. El único afectado en todo eso es el cuatro de Evans que es pisado y por suerte solo se le rompen un par de cuerdas. No se lo toma a mal o al menos eso parece. Al final quedamos en que quien no quiera meterse que no lo haga. Nadie se bañó.
Ya aclaraba y mi pueblo al ser un valle tiende a verse el sol un poco tarde. Aprovechamos la oportunidad para irnos y con suerte nuestros padres no habían llegado a casa y si estaban, posiblemente ya dormirían. Nuestra casa está justo a la salida de la playa, frente a la garita y la planta maloliente. Somos los primeros en llegar y a los que de todo el grupo posiblemente les caiga el primer regaño.
En el trayecto que recorrimos desde la playa a la casa el sol aprovecha y se deja ver. Si había una posibilidad de que no nos descubrieran los pies y la ropa llenos de arena de playa ésta se disipó. La claridad predominaba en el ambiente. El cielo estaba azul, sin una nube.
Al entrar en casa la primera entrada a la izquierda carente de puerta es la cocina, ahí nos espera mi mamá aun vestida con ropa de fiesta y un vaso de agua en la mano. No sé si acaba de llegar o se acaba de despertar. La vemos y nos quedamos petrificados.
– ¿Dónde estaba ustedes? – Nos interroga neutramente. Los zapatos en las manos y mi hermano apoyándose en la pared son evidencia de que no hemos dormido. Se avecina una catástrofe.
– En la playa. – Le respondo en voz muy baja con la que apenas se me entiende. Quizás ni le hace falta. Nuestro pueblo es tan pequeño y la gente es tan chismosa que seguro ya lo sabía.
– La próxima vez avisen. – Nos dice mientras nos da la espalda para rellenarse el vaso.
– Camina pal’ cuarto rápido y no digas nada. – Le ordeno a mi hermano tirándole del brazo.

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