Queso con limón

No es cualquier queso, no es cualquier limón.

Neófita del ramen

Apenas sorbe un poco del caldo »sin picante» y su blanca tez se ruboriza, casi tanto como las gambas que rellenan las gyozas que están dentro de la vaporera de bambú que reposa sobre la mesa. Le pega un trago tan grande a la cerveza de cristal verde que la deja a medias, ignorante de que al principio puede aliviarte el ardor en la boca, pero a los pocos segundos el picor vuelve y con más fuerza.

-Nunca había comido en tantos chinos como en estos meses que estoy contigo, pero me gusta -dice ella mientras limpiaba su boca. Yo me limito a sonreír, ya sabía que esa sería su reacción.

Aparta las algas, los racimos de honguitos, los fideos, las rebanadas de patata y raíz de loto, y se toma solo el liquido. Aquella sopa era un ramen; un caldo creado en China, adoptado por los japoneses tras la segunda guerra mundial y que según la carta de aquel restaurante no picaba, por eso la eligió. No le agrada ese intenso ardor en la boca, »es como comer fuego», dice.

Llevo comiendo picante desde que tengo uso de razón y creo que eso ha provocado en mí una especie de inmunología, que depende del tipo de salsa puede hacerme hiperventilar para saciar el malestar o puede pasar desapercibido. Está claro que para la que aquí usan mi cuerpo ya creó unas defensas porque cada vez que lo como me pica menos.

-Prueba una gyoza- la invito al mismo tiempo que aprovecho para tomar un poco de cerveza.

-Esto tampoco lo había comido- responde intentando coger una con los palillos chinos. Al final cede ante su poca paciencia y acaba pinchando la pobre empanadilla.-Ya ves que se me da muy bien comer con los palos estos- ironiza antes de llevarse a la boca la comida.

No me considero ni mucho menos un sibarita de la comida, de hecho desde hace poco más de cinco año dejé de comer carne y solo como pescado y mariscos. Esto significa que mi espectro gustativo se redujo mucho; aún así siempre encuentro algún sitio donde probar cosas nuevas que se adapten a mi dieta, entre ellos estos maravillosos caldos orientales que reniego a dejar de comerlos incluso en verano cuando aunque hiervan, comparados con el calor madrileño, podrían refrescarte perfectamente.

Soy un asiduo del »Winnie», como cariñosamente llamamos al restaurante Xiongzai de la calle San Leonardo de Madrid. Apodo acuñado porque en el lado derecho de su fachada exhibe un dibujo del mejor amigo de Christopher Robin. En el lado izquierdo una de atril con la carta. Podría pasar con los ojos cerrados por allí y saber que estoy justo al frente ya que su olor a especias; entre las que distingo cayena, curry, pimienta, cilantro, jengibre es inconfundible.

-¿Ya te acabaste la cerveza?- le pregunto retóricamente, pues hacía rato que la botella hasta se había calentado.

-Pídeme otra por fa- suplica la rubia, llevándose a la boca una rodaja de raíz de loto ensartada con un palillo por uno de sus siete orificios. Su forma siempre me ha recordado al tambor de un revólver.

Yo había acabado hacía bastante rato. Dicen por ahí que la práctica hace al maestro y no seré yo la excepción de esa regla. No es para menos que yendo al menos una vez por semana al Winnie haya aprendido a comer con los famosos palillos. Está claro que ella necesita unas cuantas visitas más a aquel pequeño restaurante de nueve mesas. Igualmente no tengo claro que le interese aprender, la paciencia no es su virtud ni de cerca, pero estoy seguro que al igual que yo, ella disfruta más de la compañía mutua que de esos manjares orientales.

-Invito yo- le impongo cuando el camarero trae la cuenta. La escondo para que no la vea.

-Los cojones- responde rápidamente.

-Ya he pagado, lo siento- me burlo, sacando unas monedas del bolsillo para la propina.

-Bueno ya he visto la cuenta y te haré un bizum por la mitad- sentencia, cogiendo su bolso negro del espaldar de la silla.

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