Queso con limón

No es cualquier queso, no es cualquier limón.

Haciendo de caddie

No tengo la más mínima idea dónde cayó la bola. Solo sé que salió a la derecha, cerca del camino de tierra por donde pasan los carritos. No creo que haya llegado al búnker que está a mitad de camino entre el tee de salida y el green, mas sí que sobrepasó las tres palmeras que hacen compañía a las estacas amarillas que señalan las 150 yardas.

No sé cómo decirle al canadiense de casi dos metros, a quien funjo de caddie, que perdí de vista la pequeña pelota blanca, y aunque quisiera, mi tarzanístico inglés me lo impediría. »Yes sir», respondo al gesto que me hace con su índice en el ojo. Parto de primero por la caminería aún cuando faltan dos personas por golpear. Espero tener suerte y encontrarla.

Estando por la zona donde considero que puede estar la bolita comienzo a preocuparme porque el terreno que a lo lejos parecía un par de piscinas olímpicas se ha ido ensanchando a medida que me acercaba y ahora parece un mar de césped.

Justo antes de darme por vencido la encuentro y cuando me dispongo a ir hasta ella escucho a lo lejos, pero con ímpetu, “fore”, no le doy importancia y continúo hasta que una bola golpea como mucho un par de metros delante de mí. No me había percatado que estaba justo en el medio del farway. “Estás loco carajito”, me grita con razón uno de los otros tres caddies que viene en nuestra partida. La pelota de golf es una de las más duras que conozco y para nada habría sido agradable recibir un golpe de una.

“Good job”, me dice el norteamericano una vez le señalo dónde está su bola. Por su rostro intuyo que ha sido bueno. Pienso que hubiera sido un desastre que en el primer hoyo, el primer día de trabajo ya perdiera mi primera pelota. En el mundillo de los caddies es algo ignominioso.

A diferencia del primer hoyo que tenia un letrero que decía: Par 5, el segundo reza: Par 4. Confirmó mi sospechas de que es por la distancia que separa el tee de salida del green. “¡Plin!”, suena el golpe y la esférica echa a volar. Esta vez estoy 100% seguro donde cayó y creo que el jugador le ha pegado mal porque golpeó el suelo con el palo, “¡shit!”, exclama.

Estamos en el hoyo 7, par 5, el sol del mediodía margariteño abrasa todo a su paso. Nosotros no somos la excepción, pero los jugadores, todos norteamericanos, parecen camarones al vapor. Cada media hora aprovechan para ponerse crema protectora que parece no hacer su efecto. Los caddies de entre 15 y 17 ya estamos acostumbrados a esta temperatura y apenas nos inmutamos. Aún así aprovechamos la brisa que viene de la playa que colinda con este trecho del campo de golf. Recuerdo que por la tarde iré a practicar bodyboard, uno de mis deportes favoritos.

Para ir green del 17 hay que cruzar un pequeño puente que atraviesa un canal que empalma dos lagunas; en una de ellas, la más grande que da al mar, están dos muchachos sumergiéndose buscando pelotas de golf.

-Balls for you men. -Grita un tercero desde afuera enseñando una bolsa con unas 20 pelotas.

-No thanks. -Responde el más joven de los jugadores mientras le saluda y se ríe.

El último hoyo de la cancha del Hotel Hesperia Isla Margarita tiene la peculiaridad de ser en donde se han hecho más hoyos en uno y así casi lo demuestra uno de los jugadores. “De vainita compai”, lo felicita su caddie luego de casi enhuecar a la primera, éste sonríe y le da una palmada en la espalda.

Al cabo de aproximadamente unas 3 horas y media de haber salido, acaba la partida y viene la mejor parte: el pago. No sé lo que le habrán dado al resto ni si es muy poco, pero los 10 dólares que me da el jugador me parecen una fortuna. Pienso rápidamente que a razón de 10 dólares por día en una semana podría comprarme unas chapaletas nuevas. El hombro derecho se encargará más tarde de recordarme que igual llevar una maleta de golf cargada tantos días seguidos no es buena idea. Aún así creo que volveré por lo menos un par de días a la semana.

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