Queso con limón

No es cualquier queso, no es cualquier limón.

Carmen la que contaba 16 años

Me sé todas las canciones del disco de boleros de Los Panchos y José Luis Rodríguez gracias a ella. En su Nissan Centra B14 gris nunca faltaba ese CD, ni el de Luis Miguel, Armando Manzanero, entre otros grandes clásicos de la música en español, pero, al menos cuando yo subía al carro, pareciera que ese siempre era el que se reproducía. »Vente mijo, acompáñame a Guayacán a comprar pescado», me decía y en mi cabeza automáticamente comenzaba a sonar: »esta cobardía de mi amor por ella…»

Tendría unos ocho años cuando escuché por primera vez aquel turpial crispado que no paraba de silbar la melodía que ella le enseñó, esa que hasta el sol de hoy recuerdo con exactitud. Me decía que nunca le metiera el dedo en la jaula y yo como buen niño no hice caso. El picotazo que el animal hizo en mi dedo índice derecho es uno de los primeros dolores que recuerdo de mi infancia y mi abuela al enterarse, lejos de consolarme, me regañó por no obedecerla. Tenía también una ninfa blanca de mofletes colorados. Quería a sus pájaros tanto como a su familia.

En casa teníamos la costumbre de comer dos platos, primero y segundo. Yo adoraba cuando mi yaya hacía sus lentejas. En la actualidad una amiga siempre sube historias en su Instagram alardeando de lo buenas que le salen a la suya, pero yo las he probado y las de mi abuela eran insuperables. Lo siento Rocío. Desde la calle donde vivíamos hasta la cocina de la casa hay unos 50 metros aproximadamente y desde allí – sin exagerar- se podía oler la sazón de la menestra, incluso al escribir sobre esto me viene el aroma. Mi padre heredó esa pasión por la cocina y yo le sucedí. Carmen puedes estar orgullosa allá donde estés.

Oírla enseñarle a canta a su lora era un espectáculo. María de la O se llamaba. No sé cómo se las apañó para que nos identificara a cada uno de sus nietos cada vez que pasábamos frente a su jaula, ubicada estratégicamente en la entrada de la casa, justo luego del túnel de trinitarias moradas. También la adiestró para que nos llamara a todos por nuestros nombres a la hora de comer. Creo que tenía un don para hablar con los animales, yo de pequeño lo pensaba muchas veces. Lo mismo pasaba con las flores, que al morir me contaron que muchas de ellas se marchitaron. Yo creo que mas bien fue porque ella era muy atenta y nadie en casa tuvo el mismo esmero. Yo ya no vivía allí para comprobarlo.

Su canción favorita era »Carmen la que contaba 16 años» de Los Antaños del Stadium. »Ven mijo baila con tu abuela», decía cada vez que la reproducía en casa. Creo que la última vez que la bailó -de pie- fue en su fiesta de cumpleaños número 80. El hecho de pasar sus últimos años dependiendo de una silla de ruedas para desplazarse no le impedía danzar sentada. Un alma indómita.

Por las tardes para echarse la siesta siempre veía un novela de la TVE gracias a DirecTV (televisión por satélite en Venezuela), y por la noche tocaba la de turno en Venevisión. »No se acuesten sin ponerme el punto (mosquitero)», nos recordaba a Jesús (mi hermano) y a mí cuando nos quedábamos a dormir con ella para aprovechar el frío del aire acondicionado de su habitación.

Conservaba como un tesoro un álbum con fotos de la luna de miel con mi abuelo. Estuvieron en muchas ciudades de Europa, Asia y Norteamérica. Siempre que lo mostraba me contaba la misma anécdota: »Cuando estuvimos en el Central Park de Nueva York, tu abuelo vio a un gorila y me dijo ‘mira Carmen, ese de allí se parece al vecino José negro’ y nos echamos a reír». Habré escuchado esa historia por lo menos diez veces y nunca olvidaré el brillo en sus ojos cada vez que la relataba. Le encantaba recordar los mejores momentos de su vida y lo hacía tan bien que nos transportaba a esos tantos lugares que visitó.

Podría pasar un día entero recordando todos sus cuentos y no acabaría. Me quedaré con cada uno de ellos y se los narraré a mis hijos, como espero que ellos hagan lo mismo. Siempre te recordaré querida Carmen Olimpia.

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