Queso con limón

No es cualquier queso, no es cualquier limón.

Team Puerto Cruz

Fue en la mejor época de todas, esa del »éramos felices y no lo sabíamos».  Podíamos estar dentro del agua horas sin siquiera pensar en salir. No era una opción: si había olas surfeábamos y sino, tocaba esperar. Nuestra energía era inagotable y aprovechábamos esos largos ratos de calma para contarnos cosas o bromear sobre algún chisme que rondaba de alguno de nosotros. Nos disponíamos en un círculo y flotábamos sobre las tablas o dentro del agua para que el sol no nos asara, apoyando los codos en ella como en el borde de una piscina. 

»¡Coroto!», gritaba alguien desde la orilla cada vez que divisaba a lo lejos un set de olas. Eso era lo que siempre se decía según nos comentaba »Mugre», uno de los más experimentados surfistas, quien no pertenecía nuestro Team Puerto Cruz, como un día, por unanimidad, decidimos llamarlo haciendo honor al nombre de la playa que nos ofrecía sus mareas para practicar nuestro deporte.

Mi hermano Javier y yo comenzamos con unas tablas bastante malas que dejaron nuestros primos de El Tigre en casa luego de pasar las vacaciones en Margarita. Éstas te dejaban el pecho como si en vez de tela llevaran lija, pero gracias a la adrenalina lo notabas solo después de salir del agua. Más adelante nos compraron unas mejores, que con la parafina que ponías apenas se deslizaban y ya no rozaba tanto; sin embargo, lo mejor vino cuando adquirimos las camisetas Squalo de licra: a partir de ese momento adiós irritación.

En ese entonces parecía que solo surfeábamos Javier y yo porque íbamos dos o tres días a la semana un ratito y no había nadie, hasta que conocimos al resto de los integrantes. Una tarde coincidimos con Raul que resultó ser un primo lejano y fue quien nos presentó a los otros: »El Gordito»,  »Guicho», más adelante a Rafa y por último se nos unió César, quien no era del pueblo, pero toda su familia vivía allí en Pedro González.

Luego de formar nuestro grupo improvisado nadie faltaba a la cita diaria en la playa. Los días de mareas apenas nos hablábamos porque no todos tenían tablas y no las turnábamos, solo intercambiábamos palabra a la vuelta de noche y los mosquitos abrasándonos a su antojo; cuando no se podía surfear jugábamos al Voley en el hotel Dunes (ahora Sunsol Ecoland) con los huéspedes o en el Hesperia con los vendedores souvenirs; si podíamos ver el las rocas del fondo del mar pescábamos caracoles y mejillones, y si no se daba ninguna de esas circunstancias simplemente íbamos a caminar por la orilla. Éramos unos talasófilos en potencia.

Se nos daba muy mal, o al menos a mí, pero eso no nos quitaba la ilusión de soñar con ser Kelly Slater o Justin Mujica, aunque en realidad practicáramos bodyboard y el surf como tal lo hiciéramos muy poco. En el fondo nos creíamos los mejores y nos admirábamos unos a los otros, incluso un día nos planteamos la idea de ir a una competición. Todas las ganas se diluyeron al ir por primera vez a Playa Parguito. Para empezar la inmensa mayoría, por no decir todos, llevaban tablas nuevas y último modelos, nada que ver con nuestro »corchos» sentidos e incluso rotos. Era un espectáculo ver los aéreos, rolos 360, backflip, frontflip, dropknee, etc. Que realizaba esta gente de forma natural. La foto de la carátula que lucía mi cuaderno del instituto donde se apreciaba a un Mike Steward volando podría haber sido cualquiera de esos chicos. Nos quedamos boquiabiertos, mas eso no nos amilanó y al cabo de un rato estábamos domando olas, a nuestro ritmo claro. Desde ese día lo de competir nadie lo volvió a mencionar.

Agradezco que no hayamos puesto Team Surf Puerto Cruz porque últimamente no habríamos hecho honor a su nombre. Como todos los adolescente (sin ánimo de excusarme) comenzamos a salir de fiesta y resaca y movimiento del mar es sinónimo de náuseas y vómitos, así que los fines semana solo íbamos a la playa a tumbarnos en la arena o a seguir la juerga. El interés se limitó a los día de mar de fondo cuando las olas eran gigantes y sí que valía la pena entrar. Por otra parte, la universidad nos exigía cada vez más tiempo, ese que le dedicábamos a nuestro deporte favorito. Yo me fui a estudiar a Caracas y cada vacaciones no faltaba a mi cita cuando había marejada, pero ya no era lo mismo, la playa se nos volvió nocturna y lo último que recuerdo eran las fogatas que solíamos hacer. Tan buenas como las de Fin de año playero. Como esa hubieron muchas más y el mar pasó a un segundo plano.

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