Apenas hace unas horas nos vimos por primera vez. Ella condujo más de 200 kilómetros luego de haber hecho un bolo y apenas dormir un par de horas el día anterior. Había terminado la primera parte del espectáculo donde trabajo cuando llegó y aprovechamos para ir a tomar un par de cervezas. Todos mis compañeros se reían pícaramente al verme acompañado de aquella rubia de la que tanto les había hablado.
Acaba el el espectáculo y sentado en su coche mientras me mira expectante pienso “Si me río pensará que me burlo de ella o peor aún, creerá que es broma el hecho de que no como carne”. Hiciera lo que fuese en mis manos hay un creps gigante relleno de queso y por lo menos 3 lonchas de jamón york (como le dicen en España). Soy incapaz de mantenerlo erguido de lo grande que es. Me recuerda a una empanada de pabellón venezolano, salvando las distancias con el manjar autóctono de mi tierra. Me da mucha pena tirar las rebanadas de cerdo, por lo que vale y sobretodo porque no me gusta desperdiciar la comida, pero ella no las quiere y yo obviamente no las comeré así que al suelo de tierra del parking va a parar. Una pena.
Comienza a amanecer y hace un poco de frío, aunque no lo suficiente para que ella se abrigue. Sigue luciendo solo su camiseta blanca. Es septiembre y ya se siente un poco el fresco mañanero.
Trato de comer despacio para no parecer mal educado, pero en realidad después de las cinco horas de espectáculo que he hecho con la orquesta me muero de hambre, tanto así que hasta unas horas después no reparo en el detallazo que tuvo de comprarme comida. Normalmente al acabar caen unas patata refritas o unos churros, pero muchas veces ni los puestos están abiertos antes de subirnos al bus.
Nos disponemos a partir en su coche y buscando la playa más cercana en el GPS nos aparece Vinaròs a 15 minutos. Yo había estado el verano pasado trabajando allí y hasta aprovechamos para meternos en la playa un rato. Ella creo que nunca había oído hablar de aquella ciudad.
Aparcamos el coche en una calle perpendicular al paseo marítimo. Apenas aclara y aprovecho para hacernos una foto. No puedo creer que esté aquí conmigo – »cuando prometo algo lo cumplo», me dice mirándome con los ojos apoyados en unas ojeras gigantes, aunque no más que las mías. La cámara las exagerará y ya le daremos algún retoque con algún programa de edición.
Está todo cerrado. No nos queda otra opción que irnos a la orilla de la playa donde puedo ver a alguna persona trotando o a un señor en las rocas que no nos quita ojo de encima. Yo empiezo a contarle cosas de mi vida y quiero pensar que es por el cansancio y no por lo aburrido de la conversación, pero a los pocos minutos ella se duerme bocabajo a mi lado. No me queda más remedio que observarla y al ser casi de día puedo darme cuenta de que es más bonita en persona que en las fotos. Me siento afortunado de mi rubia del bañador rojo.
– Nos metemos- le pregunto y apenas abre un ojo.
– Claro claro- me dice sin mucho ánimo. Igual no quiere y se siente obligada.
Tímidamente nos abrazamos dentro del agua y al cabo de un rato terminamos por damos el primer beso. Nos dejamos llevar -por la marea y por las pasiones-. El hombre de las rocas no deja de mirarnos sin ningún tipo de disimulo. Seguro no es la primera vez que ve lo que hacemos nosotros. Nos causa risa y lo ignoramos.
Salimos y entramos constantemente del agua que cada vez tiene mas oleaje. Ella se queda fuera del agua por un tiempo y yo me quedo para demostrar mis dotes surferos sabiendo que me puede arrastrar cualquier ola por muy pequeña que sea. Entre el no dormir y la falta de ejercicio cualquier cosa podría pasar. Me hace varios videos, entre ellos uno donde se ve como me arrastra una ola que mide el doble que yo.
No nos percatarnos de la hora y los creps hicieron tan bien su trabajo que es mediodía y apenas nos entra hambre. Vamos a un sitio y nos dicen que la cocina está cerrada, pero mientras la abren nos pueden preparar unos chopitos. Me parece buena idea y por su consideración decimos comer ahí mismo, hasta que nos traen la ración de moluscos rebosados. Es como morder pelotitas de gomas indestructibles. Alguno me trago entero al no poderlo masticar. En fin, que nos vamos a otro sitio.
A 100 metros hay uno que no es el más barato de todo el paseo marítimo, pero pedimos una paella que está tremenda y ni hablar del vino. Tengo muchísima hambre y aún así sobra un poco de arroz que por vergüenza no pido para llevar y sé que me arrepentiré. Ella tampoco se lo va a llevar, no por pena sino porque no quiere cargar con una bolsa de comida.
Lucho para no dormirme en la mesa después del banquete y ella seguro que también, pero se le nota menos. Encima ahora tiene que volver a casa y me preocupa que se duerma. Me dice que cualquier cosa se paga un hotel. Yo luego de barajar varias opciones decido tomar un tren a Madrid, el último del día, que encima ella me lleva a la estación y espera que venga.
Ya en la estación nos despedimos con un beso, uno de tantos que surgieron durante el día. Vendrá a Madrid pronto porque tiene una amiga que vive allí o iré seguro a visitarla a su ciudad, al menos que no quiera, claro está.
En el tren quiero enviarle un mensaje, pero no tengo batería y al registrar mi mochila para buscar el cargador me percato que no está y quizá lo dejé en su coche. Mi móvil literalmente muere y yo con él durante todo el viaje hasta llegar a Madrid.

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